Frankenstein: suturando arte y ciencia

La clásica obra de Mary Shelley no solo inaugura el horror y ciencia ficción. También propone una definición de arte y una postura estética.

Escrito por Orin

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En la introducción a la edición de 1831 de su Frankenstein, Mary Shelley (1797-1851) describe el fascinante escenario en que se forjó este clásico de la literatura de terror: aquel verano de 1816 en que, junto a su amante y futuro esposo, el poeta Percy Bysshe Shelley, se unieron a su hermanastra Mary Jane Clairmont y al médico y escritor John William Polidori, con tal de deleitarse en la lectura de poesía y narrativa universal en la villa Diodati, propiedad del poeta romántico lord Byron.

En medio de una tertulia nocturna, los comensales recibieron de parte de Byron un atractivo reto para capear las arbitrarias lluvias estivales: “¡Escribamos cada uno una historia de terror!”. Una noche, tras frustrantes jornadas sin hallar la inspiración adecuada para su relato, Mary oyó a su amante y a lord Byron reflexionar sobre los éxitos alcanzados por un tal doctor Darwin, de quien se rumoreaba que “había conservado un hilo de masa en un bote de cristal, hasta que, por algún extraordinario proceso, aquello comenzó a agitarse con un movimiento autónomo” (Frankenstein, Barcelona: Austral Singular, 2015, p. 22).

Esa noche, la escritora inglesa no pudo conciliar el sueño. Su imaginación se inundó con las espantosas posibilidades de una ciencia que osaba usurpar el lugar de la naturaleza. Esa noche, además de las pesadillas, Mary Shelley concibió a su criatura:

Vi al pálido estudiante de artes diabólicas arrodillado junto a la cosa que había logrado reunir. Vi la espantosa monstruosidad de un hombre allí tendida, y luego, mediante el funcionamiento de alguna máquina poderosa, observé que mostraba signos de vida, y se despertaba con los movimientos torpes de un ser medio vivo. Debía de ser horroroso, porque absolutamente horrorosos deberían ser todos los intentos humanos de imitar la fabulosa maquinaria del Creador del mundo. El éxito debería aterrorizar al artista, y huiría de su odiosa invención, conmocionado y aterrorizado (Ibíd., p. 23).

La autora replicaría en su novela casi íntegramente aquella ominosa visión como el origen del monstruo, así como también la instintiva reacción del científico que, en definitiva, zanjaría para siempre la relación de repudio mutuo entre creador y creación. Recordemos que Víctor Frankenstein, luego de otorgar vida exitosamente al ser compuesto de partes y órganos de cuerpos humanos y animales, y de horrorizarse al percatarse de lo que había hecho, huyó despavorido, abandonándolo a su suerte por alrededor de dos años.

“Los quirófanos y el matadero me proporcionaban la mayor parte de mis materiales” aclara el científico (Ibíd., p. 76.), lo que nos hace suponer que el organismo de la criatura es mucho más complejo y horripilante de lo que nuestra imaginación puede concebir, por sobre la clásica imagen zombiesca que el cine instaló en el imaginario colectivo.

Con este acto indolente, el doctor Frankenstein seguía el modelo del Génesis judeocristiano, expulsando a una abominación ignorante e inocente al mundo insensible e injusto de los seres humanos. Y, a su vez, mediante su ingenio, Mary Shelley inscribía al Moderno Prometeo dentro de la poética romántica de comienzos del siglo XIX.

La idea del hombre abandonado por Dios forma parte de la escenografía habitual del movimiento romántico; ahora bien, la idea de un Dios apesadumbrado y aterrorizado ante su propia creación es sencillamente revolucionaria, y sólo Byron o los románticos más exaltados serán capaces de presentar a un Dios ‘culpable’ por su creación ( José C. Vales, Ibíd., p. 16).

Pero volviendo al génesis de la popular novela, resulta interesante notar cómo Shelley dio un giro de tuerca a la idea de reanimar lo inanimado. Es decir, no es que Frankenstein simplemente haya regresado a la vida el cuerpo de un hombre muerto —idea semejante al supuesto experimento de aquel “doctor Darwin”—, sino que el protagonista debió recolectar partes de cadáveres y confeccionar al ser bosquejado.

De esta forma, la autora sugiere que la vida no puede ser creada mediante un indirecto soplo mágico ni tampoco a través del verbo, de la palabra, como en la tradición judeocristiana. Muy por el contrario, es necesaria la manufactura, la artesanía; se requiere entrar en contacto con la materia. El estudiante de filosofía natural debe convertirse en cirujano, hacerse de los instrumentos quirúrgicos y, aguja e hilo mediante, suturar los cuerpos puntada tras puntada.

En rigor, en la novela, Víctor Frankenstein jamás revela el principio científico ni el procedimiento técnico mediante el cual logró develar el secreto de la vida. Por lo tanto, el acto de coser cuerpos es algo implícito en la lectura, aunque reforzado por las reflexiones y conjeturas de la autora. En el citado pasaje de su introducción a la edición de 1831, luego de narrar el episodio del experimento de Darwin, Shelley observa:

Después de todo, ¿no era así como se generaba la vida? Quizá un cadáver podría reanimarse; el galvanismo había dado pruebas de cosas semejantes: quizá se podrían manufacturar las partes componentes de una criatura, y después podrían reunirse y dotarlas del calor vital. (Ibíd., p. 22).

Es probable que este tipo de fuentes hayan inspirado todos los aspectos añadidos que definieron al Frankenstein cinematográfico, sobre todo al del film homónimo de 1931 producido por Universal Pictures y con el actor Boris Karloff (1887-1969) en el rol del monstruo, que puso la imagen de zombi suturado en la memoria de generaciones.

Sin embargo, y volviendo al análisis, la escritora nos propone que para crear necesitamos sustancias, cuerpos, herramientas que pueden ser los de un artesano, de un escultor, los de un pintor como también los de un químico, un médico, un científico, los de un alquimista. “La invención da forma a sustancias oscuras e informes, pero no puede hacer que exista la sustancia en sí misma”, lúcidamente sentencia Mary Shelley. “Debe contarse con los materiales”. Podemos concluir, entonces, que así como el artista inventa, el científico crea… y viceversa, porque los mueven interrogantes similares, ímpetus comunes.

Decidí acompañar este artículo con la serie de ilustraciones para la edición de 1983 de Frankenstein, realizadas por Bernard Bernie Wrightson (1948-2017), y no sin razón. El proceder gráfico del estadounidense no escatima en ofrecer infinitas gamas de grises que describen detalladamente anatomías y asombrosos parajes. La intensidad de los contrastes, la velocidad en la trama de líneas, la precisión del achurado, ¿no son análogos al rigor quirúrgico dador de vida?

La invención, y esto debe admitirse humildemente, no consiste en crear de la nada, sino del caos; debe contarse con los materiales, en primer lugar: la invención da forma a sustancias oscuras e informes, pero no puede hacer que exista la sustancia en sí misma. […] La invención consiste en la capacidad para captar las posibilidades de un objeto y en el poder para moldear y revestir las ideas que sugiere (Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, 1831).