Crítica al cómic Fuego y Acero de Claudio Muñoz Cabrera

Samurai y Berserker componen una obra de autor que tematiza el honor mediante un expresivo dibujo y una timorata narración

Escrito por Orin

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Al filósofo Aristóteles le debemos esa lúcida idea que sentencia que los personajes de una obra se definen por sus acciones. En su Poética, el griego afirmó que “el carácter en un drama es lo que revela el propósito moral de los protagonistas” e insiste en que un personaje bien construido sería aquel que jamás traiciona sus códigos morales.

Con esta referencia a la antigua teorización para la tragedia, estamos revelando desde un comienzo una de las características principales de Fuego y Acero del ilustrador Claudio Muñoz: las historias que componen la colección tratan sobre la ética del guerrero, personajes fieles a sí mismos cuyas acciones indefectiblemente son motivadas por el honor.

“Una tragedia, en consecuencia, es la imitación de una acción elevada y también, por tener magnitud, completa en sí misma; enriquecida en el lenguaje, con adornos artísticos adecuados para las diversas partes de la obra, presentada en forma dramática, no como narración, sino con incidentes que excitan piedad y temor, mediante los cuales realizan la catarsis de tales emociones.”

(Aristóteles, Poética, cap. VI).

Sin embargo, plantear una “acción elevada” como fundamento, ¿es suficiente para que una obra suscite emociones en las y los lectores? Para responder esta y otras cuestiones, analizaremos los dos títulos que componen la colección desde el registro formal y de contenido, con tal de nutrir la apreciación que se tiene respecto de la obra de Muñoz.

Cuando el dibujo predomina por sobre el texto

Fuego y Acero corresponde a una serie antológica conformada, hasta el momento, por dos títulos: Samurai (noviembre de 2018) y Berserker (septiembre de 2019), publicados por Ariete Producciones. Estas grapas autoconclusivas son, como dijimos, obras realizadas íntegramente por Claudio Muñoz, es decir, él está a cargo del guión, del dibujo, los rótulos, de la portada y del diseño.

Si bien es cierto el colofón indica la participación de Germán Valenzuela y Fabián Sáez en la edición, da la sensación que su rol quedó reducido a corrección de estilo y producción, sugiriendo que la colección se trata más bien de una obra de autor con muy poca injerencia de terceros. –Volveremos sobre los riesgos de esta política de trabajo–.

No nos detendremos demasiado en describir el argumento de los cómics en cuestión, pues han sido reseñados en muchos sitios especializados y, sin ir más lejos, este espacio ya cuenta una nota sobre Berserker. Lo que resulta importante recalcar sobre el tema es lo siguiente:

“La cabecera Fuego y Acero nace como […] una colección antológica presentando historias unitarias centradas en la figura de diversos guerreros de la historia de la humanidad; esta vez se trata de un Samurái, pero en entregas futuras podremos esperar historias de Legionarios o Vikingos” (Samurai: Fuego y Acero (2018) de Claudio Muñoz: en busca de sentido, por Amstrong).

Teniendo esa premisa clara, aquí nos interesa analizar las estrategias narrativas, tanto gráficas como textuales, empleadas para llevar a cabo el cometido. En este sentido, lo primero que debemos mencionar es el uso de una diagramación tradicional de viñetas. Por cierto, esta estructura tiene pros y contras.

En Fuego y Acero nada quiebra su regular distribución, ninguna figura escapa del marco de la viñeta, personajes y fondo se doblegan ante la cuadrícula, y la narración queda constreñida por la línea a la espera de un gran plano general que la oxigene y le suministre dinamismo.

Algo semejante ocurre con las preferencias artísticas del dibujante de Zombies en La Moneda. Heredero de una tradición gráfica más cercana a la expresividad de Goya (1746-1828) que a la solidez lineal de Durero (1471-1528); influido más por el dibujo emancipado y abyecto de Frank Miller (1957) que por la rigurosa y modulada grilla de Bernie Wrightson (1948-2017), Muñoz presenta un estilo que muchas veces se contradice a sí mismo.

Su predilección por el trabajo en blanco y negro –predilección o limitantes editoriales– lo llevan a depender de dos factores interrelacionados: el alto contraste y la iluminación universal. Conociendo su portafolio y en consideración de las portadas para estos títulos, sabemos de su gran capacidad para modelar el volumen a través del claroscuro; sin embargo, al interior de las páginas asistimos a un tímido uso de mediatintas.

La ausencia de una iluminación particular –respecto del que el Barroco es el paradigma– tiene como consecuencia que la expresividad de los personajes quede relegada solamente a sus ademanes, que muchas veces incluso se repiten. Esta austeridad estilística también se registra en un recurso propio de la narrativa gráfica: la onomatopeya.

Ese sonido gráfico característico de todo cómic, es el gran ausente en Fuego y Acero. Su presencia se reduce a lo que podemos contar con las manos y, considerando que el texto, que los parlamentos no abundan en esta obra, podríamos casi plantear que lo de Claudio Muñoz se asemeja bastante a una pieza de cine mudo. Lo que, nuevamente, conlleva pros y contras.

Sacrificando la narración a través de mártires

“Con creciente frecuencia se asiste al embarazo extendiéndose por la tertulia, cuando se deja oír el deseo de escuchar una historia. Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las segura, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias.”

(Walter Benjamin, El narrador, 1936).

Muñoz es un dibujante talentoso que aborda con inigualable profesionalismo su oficio y, además, con una generosidad inusitada. –Para muestra tan sólo debemos buscarlo en YouTube y acceder gratuitamente a sus cursos de dibujo–. En redes sociales se le puede hallar enseñando, debatiendo y teorizando acerca del arte que tanto lo apasiona.

Cultor de un exquisito procedimiento gráfico que tiende más a lo pictórico que a lo lineal, el ilustrador oriundo de Temuco peca de confiar en demasía de su capacidad. Y seremos francos: a Fuego y Acero le pesa la ausencia de un(a) guionista y de un(a) editor(a).

La falta de los profesionales mencionados deviene varios puntos débiles. Primero, que la narración dependa casi exclusivamente del dibujo, demanda de éste una rigurosidad que muchas veces no es correspondida en ciertas viñetas. Entre más se acentúe un recurso, el lector más se enfocará en él y más exigente se manifestará al respecto.

Segundo –y contradiciendo un poco a nuestro querido Aristóteles–, no siempre nos podemos valer de las acciones para otorgar profundidad a las y los personajes. Por ejemplo, Astrid, la amante de Sigurd, protagonista de Berserker, es un personaje monofacético que no para de repetir su vano objetivo en la vida, lo que la convierte una mera excusa seudo dramática.

La apuesta de Muñoz tiene como consecuencia que conozcamos escasamente a los personajes de su obra, inclusive a los protagonistas. En este caso no es válida la breve extensión en páginas como justificación para el nulo desarrollo de personajes, debido al tercer punto débil: redundancia narrativa.

Un soldado cuyo parlamento es describir exactamente lo que se va a mostrar en las siguientes viñetas en racconto; un rey cuyo atributo pareciera ser sólo vociferar unas cuantas palabras mientras alza los brazos en repetidas ocasiones; un protagonista que una y otra vez se pierde en sus cavilaciones con la cabeza agacha… Estas redundancias no hacen más que, lamentablemente, consumir un espacio que podría potenciar la historia.

Como habíamos apuntado, en Fuego y Acero la edición pareciera haberse reducido a la corrección de estilo; lo que sin duda se agradece –un cómic chileno sin faltas ortográficas y buena redacción es algo más bien escaso–, pero a todas luces es insuficiente. Detectar las redundancias narrativas debe ser una tarea editorial, así como también el trabajo colectivo y colaborativo al momento de publicar una obra.

Estas debilidades causan que la historia pierda densidad y perjudican directamente a los protagonistas, rebajando sus actos honorables y sus sacrificios heroicos a hechos anecdóticos. Es más, el poco desarrollo de los mismos descentra su relevancia al punto que dudamos de su protagonismo. La honorable historia queda reducida a un nebuloso recuerdo de un narrador anónimo que oyó una distraída leyenda.

El campo del cómic chileno es pequeño y pareciera ser que cada una década o década y media se vuelve ineludiblemente incipiente, como si estuviese condenado a volver a empezar una y otra vez. No obstante, por el bien del mismo, debemos ser exigentes y rigurosos.

El profesionalismo como dibujante de Claudio Muñoz es una buena señal y un ejemplo a seguir. Pero hoy más que nunca es necesario un trabajo en conjunto que fortalezca los cimientos del medio local. Y, asimismo, no olvidemos que no existe campo disciplinar sin una crítica que lo haga mirarse continuamente a sí mismo con tal de progresar.