Piel roja: el infierno está en todas partes

Escrito por Nicolás Espinoza y publicado por Sietch Ediciones, Piel roja nos recuerda lo cerca que está el horror de la realidad

Escrito por Ktlean

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El género del terror es uno de los más difíciles de escribir, porque además de los tropos clásicos usados hasta convertirlos en clichés, es uno de los pocos (o quizás el único) que depende en gran medida de la reacción que tenga el lector al leer las páginas.

Porque claro, la ciencia ficción o la fantasía (por dar algunos ejemplos) pueden provocar varias sensaciones, no una en específico. Sus características se centran más que nada en aspectos estéticos, tropos, ambientaciones o elementos, pero no en lo que supuestamente deben generar en el lector.

En cambio, el terror está supeditado por su propio nombre, que hace referencia directa a una de las emociones percibas por el ser humano (la más antigua e intensa, según H. P. Lovecraft). Es por eso que, lo queramos o no, cuando abrimos un libro de terror o le damos play a una película del mismo género, esperamos que nos asuste o que nos haga sentir tensión o nos deje la sensación de «mal cuerpo». Si el producto artístico en cuestión lo logrará o no depende no solo de su calidad, sino también (y en gran medida) del espectador o lector en sí.

Debido a todo esto, atreverse a escribir terror supone una presión extra, y, por qué no decirlo, también un talento especial. Bajo este parámetro, encontrar un libro como el que le compete a esta reseña es siempre una experiencia interesante, aunque no necesariamente agradable, por cosas que se explicarán más adelante.

Piel roja, escrito por Nicolás Espinoza y publicado por Sietch Ediciones, es un tomo compuesto por doce relatos que nos adentra en el peor aspecto del ser humano, con tintes fantásticos que no logran ocultar lo que puede provocar más terror: lo que nos describe no es tan distante de la realidad.

Disponible para su venta en el sitio web de Sietch Ediciones

Volver a lo visceral

En menos de cien páginas, Nicolás Espinoza nos presenta un total de doce cuentos de extensión variable. Además, el tomo posee varias ilustraciones hechas en su mayoría por el mismo autor, las que complementan de muy buena forma algunos relatos al final de estos, dándole una representación gráfica a lo descrito.

Las historias varían en su temática, aunque claramente hay puntos en común, aparte del género que aúna todo el libro. La sangre y otros fluidos, el dolor físico (propio o ajeno), toques sobrenaturales (fantasmales y demoniacos) y una tendencia a no decir siempre exactamente qué está ocurriendo, dejando algunos aspectos a la interpretación del lector (algo que siempre se agradece cuando se hace bien, sobre todo en el terror).

Como se dijo antes, algo a lo que apela Piel roja, más que el miedo en el sentido estricto, es la sensación de «mal cuerpo», llegando a veces a un punto cercano a la náusea (al menos para quien escribe esta reseña). En gustos no hay nada escrito, claro está, y habrá gente que no disfrutará de este tipo de historias, pero lo innegable es que hace falta bastante talento literario para generar este tipo de reacción. Porque, sin temor caer en obviedades, no estamos viendo ni oliendo ni escuchando lo que se nos describe. Dependemos de lo que el escritor pueda conjurar con su prosa.

En este aspecto, Piel roja lo logra y con creces. Recorre la fina línea entre lo justo y lo excesivo, sin necesidad de entrar siempre en detalles, a veces sugiriendo, otras tirándonos a la cara y de forma brutal el horror más visceral.

Es posible también detectar cierta repetición, cierta fascinación quizás por dos pecados capitales en específico.

Empecemos por la lujuria: no es extraño que haya violencia sexual (a veces necrofílica) en Piel Roja (en cuentos como Yûrei, La bruja bajo Llacolén, El evangelio de las moscas, Neo Eros y El fruto de tu vientre). Cuando el terror se centra en el cuerpo, es usual este tipo de violencia, ya que supone uno de los niveles de vulnerabilidad más temidos.

Más interesante es el uso que se le da al segundo pecado: la gula. En este tomo hay bastante canibalismo e incluso auto canibalismo, lo que sirve para dar un paso más allá. El horror no pasa por lo que otro nos hace, sino por lo que nosotros mismos podemos llegar a hacerle a nuestro cuerpo. Esto está presente en el cuento El imbunche, cuyo protagonista recuerda no solo al mito aludido en el título, sino también a uno de los personajes más siniestros del universo cinematográfico de Hellboy: Karl Ruprecht Kroenen, el nazi con adicción quirúrgica.

Pero es en el cuento Festín donde el uso de la gula como elemento terrorífico y perturbador llega a su cúspide, no solo porque nos muestra los efectos que esta puede tener en el cuerpo de alguien, sino también en la percepción que los otros tienen de alguien obeso y, como guinda de la torta, toca tangencialmente el extremo opuesto, la anorexia.

Este cuento, junto con los demás, ya sea en mayor o en menor medida, cumplen con lo más importante cuando se trata del género del terror: demostrarnos que por muy distante que se sienta lo que estamos leyendo, por mucho que nos saque de nuestra zona de confort, la realidad late en esa ficción horrorosa. En ese sentido, para quien escribe esta reseña, los mejores relatos son El evangelio de las moscas, La bruja bajo el Llacolén y Festín.

Breve, pero potente, a veces tan potente como un golpe. El tipo de libro que no te puedes quitar de la mente durante un tiempo y tras el cual dan ganas de ver o leer algo más feliz y así mentirnos a nosotros mismos hasta que otra cosa nos recuerde que el infierno puede estar en cualquier parte, incluso aquí.